Relato de no ficción ambientado en un cementerio.
He contado tantas veces esta historia que se ejecuta a través de mis dedos como una coreografía, digitación sincronizada; la facilidad de un golpe de maza, y su mismo efecto.
El verano pasado me pasaba las mañanas en la nave con el chillido de la sierra como telón de fondo, más por decisión propia que por verdadera necesidad, cierto grado de estrés resulta estimulante. La desgracia de la creatividad golpeando la virtud de la vagancia.
Falta de personal y de repente di con mi culo sudado contra el viejo asiento lleno de polvo de sílice de la Kangoo del 99. Lo cierto es que lo hacía de buena gana, el solete me daba en la cara, sonaba alguna popada como Shakira por la radio y llevaba las ventanillas abiertas con lo que por entonces era una melena volando al viento.
Serían las 11.
Quiero recalcar que a pesar de ser la primera vez que iba a trabajar solo a un cementerio, no me encontraba en absoluto sugestionado.
Coño, iba contento.
Aparqué en la solitaria explanada alejada del mundo y del ruido. El Santuario de As Ermidas quedaba perdido en el fondo del profundo valle, podría haberlo visto en caso de asomarme al borde del precipicio, pero me aterran las alturas. Dejé la furgoneta atrás, frente a mí las dos puertas de forja de un viejo cementerio que debe de ser como una cancha de tenis más o menos. Ambas puertas estaban atrancadas, tenían pináculos en forma de lanza, pardas manchas del tiempo y goznes oxidados; sacados del fondo de página de una novela gótica, al igual que el resto del cementerio.
Yo seguía de buen humor.
Me habían dado mal las señas del mausoleo y me pasé veinte minutos recorriendo el cementerio con la sensación naciente de que oía algo, de que algo se desplazaba sobre la rala hierba del cementerio. No eran pasos exactamente, tampoco era el susurro del viento, pues no había.
Pero seguía de buen humor.
Con las vueltas me dio tiempo de cerciorarme de que el cementerio estaba vacío, y de que las puertas seguían cerradas; es más, me dio tiempo de memorizar la distribución de cada familia en el camposanto. Cuando localicé el panteón que buscaba me puse a bregar con el metro.
Ya estaba distraído, pero al poco creí oír de nuevo ruido sobre la hierba rala. Desde dónde estaba podía ver casi todo el camposanto y ambas puertas, que seguían cerradas. Al girarme para seguir con el trabajo había un hombre de unos sesenta cerca de mí, un señor normal de pelo blanco y polo rosa.
Mirando las tumbas.
Dándome la espalda.
No me contestó a los buenos días. Ni le vi la cara.
Pensé que le resultaba molesto tenerme allí por eso de estar tan tatuado y seguí trabajando, sintiéndolo en la periferia de mi mirada. Ya no estaba de tan buen humor, era como salir del agua caliente de la ducha y darse cuenta de que alguien ha dejado dos ventanas abiertas haciendo corriente. No dejaba de mirar el rosa de su polo a cada poco y en mi subconsciente había comenzado a preguntarme cómo podía haber llegado allí. Miré hacia el fondo contrario del cementerio, las puertas seguían cerradas. Eran tan viejas y estaban tan cerca que era imposible que las hubiesen abierto sin que yo me enterase.
Entonces volví a girarme.
Y el señor del polo rosa había desaparecido.
Decidido a refutar lo imposible bajé corriendo hasta las puertas, tan pequeño era el cementerio que me bastaron tres zancadas. Desde allí, desde el fondo se contemplaba la pequeña extensión en su totalidad, bajo el mortal silencio de la brillante mañana.
Y el cementerio estaba vacío, completamente.
Corrí dando un par de vueltas, solo para tratar de apaciguar mi miedo creciente.
Pero el cementerio seguía vacío.
Creo que me temblaban ligeramente las manos cuando volví a coger el metro, por suerte no tuve que permanecer allí mucho más tiempo. Cinco minutos después estaba tratando de poner tierra de por medio entre las tumbas y mi corazón palpitante. El sol me hacía daño en los ojos y veía las señales tan claramente, tan reales como había visto a aquel hombre del polo rosa, de pie, dándome la espalda, a escasos cinco metros de mí.
Y no puedo dejar de pensar en qué habría sucedido si me hubiese acercado a él.
¿tendría rostro?
Es una pregunta que me carcome pues en mis sueños todo desaparece cuando trato de rodearlo, el rosa se desvirtúa hasta degradarse en la negrura en la que yo me pierdo.
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